Hay gente que empieza el año como los romanos y gente que lo empieza en septiembre, como en el cole.
Durante un tiempo me pareció infantil tener esa visión del año, como si no hubiera acabado de salir del refugio nuclear de mi niñez. Más tarde entendí que uno empieza el año cuando quiere porque las fechas, como le pasaba al viejo Strachey, tienen que fluir en ti.
En verano, desconectamos.
Nos vamos los unos de los otros y nos perdemos la pista, nos dejamos varar y, como colchonetas, nos volvemos descuidados y permisivos.
"No pasa nada, no te preocupes, sí, yo también me voy".
En verano volvemos a ser niños que se pierden por las calles al atardecer, antes de ir a cenar. Vamos llenos de berretes, sudores y restos de aventuras y unas uñas negras, de coger la vida con las manos. Vamos perdidos por las calles, haciendo hambre, olvidados de todo, de ese y aquel, de esto y de lo otro.
Porque hay cosas que solo se acaban cuando se olvidan y entonces sí, justo al volver, puedes comenzar de nuevo y decir:
"Cuando acabo estas líneas es casi septiembre, un mes que en mi memoria es marrón, ventoso, arrebolado, como un amanecer. Como un año nuevo."
Sean ustedes bienvenid@s a 2021 (y medio).
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